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INTRODUCCIÓN
La artritis reumatoide es una enfermedad autoinmune crónica que provoca inflamación en las
articulaciones, lo que resulta en dolor, rigidez y, con el tiempo, un daño articular significativo. Aunque
puede afectar a cualquier persona, es más común en mujeres y suele manifestarse en la mediana edad.
Tiene una etiología compleja, con factores genéticos, ambientales e inmunológicos que influyen en su
desarrollo (1).
En cuanto a los factores genéticos, se estima que aproximadamente entre el 50 y el 60% de la
susceptibilidad de desarrollar artritis reumatoide está determinada por la predisposición hereditaria. En
particular, las variantes del gen HLA-DRB1, que forma parte del complejo mayor de
histocompatibilidad, desempeña un papel crucial en la presentación de antígenos al sistema inmune (2).
Estas variaciones genéticas están directamente relacionadas con niveles elevados de anticuerpos
antipéptidos citrulinados (ACPA), los cuales son fundamentales en la progresión de la enfermedad.
Además, otras mutaciones genéticas, como el gen PTPN22, también han sido identificadas como
contribuyentes a la disfunción inmunológica que caracteriza a la artritis reumatoide (2).
Los factores ambientales como la exposición al tabaco, la contaminación del aire, las infecciones virales
o bacterianas, y ciertos aspectos dietéticos han sido vinculados con la aparición y progresión de esta
enfermedad (2). El tabaquismo es uno de los factores externos más influyentes, debido a que en el humo
del tabaco puede modificar ciertas proteínas, como las involucradas en el proceso de citrulinación
aumentando así la probabilidad de que el sistema inmunológico las reconozca como extrañas y
desencadene una respuesta autoinmune en individuos predispuestos genéticamente (2).
Los factores inmunológicos son clave en el desarrollo de la artritis reumatoide, ya que la presencia de
autoanticuerpos, como el factor reumatoide (FR) y los anticuerpos antipéptidos citrulinados (ACPA),
son una de las principales características de esta enfermedad. Estos anticuerpos atacan tejidos propios,
como el cartílago y el hueso, contribuyendo a la inflamación crónica. Las células del sistema
inmunológico, como las células T y B, también juegan un papel crucial en la perpetuación de la
respuesta autoinmune, lo que resulta en un daño progresivo a las articulaciones (2).
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la prevalencia de esta enfermedad a nivel mundial
se sitúa entre el 0,5% y el 1%, mientras que en América Latina es del 0,2 y 0,4% en adultos.