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INTRODUCCIÓN
La infección por el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) continúa siendo un desafío global
prioritario en salud pública, con más de 39 millones de personas viviendo con el virus en 2025, y con
una alta concentración de nuevos casos en poblaciones vulnerables como hombres que tienen sexo con
hombres (HSH), personas transgénero, trabajadoras sexuales y usuarios de drogas inyectables [10].
Ante este panorama, la profilaxis preexposición (PrEP) y la profilaxis posexposición (PEP),
denominadas así por sus siglas en inglés, se han consolidado como estrategias farmacológicas clave
para la prevención del VIH en personas con alto riesgo de exposición.
El uso de PrEP ha demostrado una eficacia superior al 90 % cuando es administrada de forma adecuada
y con adherencia óptima, según diversos ensayos clínicos de alta calidad como iPrEx, DISCOVER y
HPTN 083 [6,16,19]. De igual manera, la PEP ha mostrado resultados clínicos positivos cuando se
inicia dentro de las primeras 72 horas tras una exposición de riesgo y se completa el esquema de 28
días, siguiendo las guías internacionales actuales [5,7]. Este respaldo ha llevado a su inclusión en
múltiples guías clínicas como las emitidas por los Centros para el Control y Prevención de
Enfermedades (CDC), tanto para contextos ocupacionales como no ocupacionales [4,5].
Sin embargo, pese a la solidez de la evidencia en contextos clínicos controlados, su aplicación en
escenarios reales presenta importantes desafíos. Entre ellos destacan la falta de uniformidad en los
criterios de elegibilidad, diferencias en las estrategias de seguimiento entre países, y variabilidad
metodológica entre estudios, lo que dificulta la comparación de resultados y la formulación de
recomendaciones generales [18]. Además, persisten zonas grises en la literatura científica respecto a la
adherencia sostenida a estas estrategias y las múltiples barreras sociales, culturales y estructurales que
interfieren en su implementación, especialmente en comunidades marginadas [8,11,12].
La adherencia deficiente, el estigma relacionado con el VIH, la percepción baja de riesgo, el acceso
limitado a servicios médicos, y la escasa disponibilidad de PrEP o PEP en ciertos contextos son factores
recurrentemente señalados como obstáculos críticos [9,11,16,17]. Si bien algunas revisiones han
identificado intervenciones prometedoras —como asesorías personalizadas o recordatorios digitales—
para mejorar la adherencia [16,17,20], aún existe una brecha considerable entre la eficacia demostrada
en ensayos y los niveles de implementación y retención en la vida real.